
OPINIÓN
Aunque el título de este artículo puede aparentar una obviedad, al parecer, no lo es tanto. Pues, pese a que todos sepamos que las personas menores de edad son también seres humanos, en la práctica real no ha estado tan claro y, mucho menos, en lo que se refiere a la realidad legislativa y a los Derechos Humanos.
Los Derechos Humanos son un instrumento jurídico que toma como base la innegable dignidad humana, para promulgar como inalienable, irrevocable e irrenunciable una serie de derechos y libertades. Es decir, son todos aquellos que corresponden a todas las personas por el mero hecho de existir.
Fue en 1789, gracias a la gran revolución francesa, cuando el pueblo francés, representado en su Asamblea Constituyente, promulgó la honorable Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. No fue esta la primera de su tipo a lo largo de la historia, ya que existieron otras como el Cilindro de Cirio (Persia) en el 530 a.C., la Carta de Mandén (Imperio de Malí) en 1222 o la Declaración de Independencia de Estados Unidos del 4 de julio de 1776, las cuales también recogieron un conjunto de derechos para el general de la población. Sin embargo, dicha Declaración sí resaltó en Occidente por el cambio histórico que supuso, concediendo derechos a toda la ciudadanía, indiferentemente de su estrato social o condición. ¿Pero acaso era cierto aquello?
Pues más bien no, como el título señalaba, aquella Declaración hacía referencia al «hombre» y al «ciudadano», así tal cual, en género masculino. Su artículo 1º dispuso que “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común”. Decía también la Declaración de 1789 en su preámbulo que «la ignorancia, la negligencia o el desprecio de los derechos humanos son las únicas causas de calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos». Frente a esta patriarcal carta, dos años y diez días después, fue publicada la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana por Olympe de Gouges (seudónimo de la escritora, filosofa, política y revolucionaria Marie Gouze), que poco después conocería la muerte en la guillotina por su defensa de los girondinos, según algunos, o por pretender ser «un hombre de Estado» y renegar de su sexo, según otras.
Invocando la emancipación femenina y la igualdad de derechos entre ambos sexos, aprovechó el preámbulo para en respuesta a la masculina dejar caer que la nueva Declaración era necesaria«por considerar que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de la mujer son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción». En 1948, tras los horrores acontecidos en la Segunda Guerra Mundial, fue una gran parte de la comunidad internacional la que promulgó la Declaración Universal de Derechos Humanos. El gran hito de esta norma era que, por primera vez, los 30 artículos recogían un conjunto de derechos y libertades proclamados para todos los seres humanos, fueran del continente y del país que fueran. ¿Pero acaso era cierto aquello está vez?
Dejando de lado la visión eurocentrista de la norma, lo innegable, es que seguía habiendo un grupo de población que no parecía ser directamente interpelado por su contenido: los niños y las niñas. Y fue por esa razón, por la cual, en 1959, la misma Organización de Naciones Unidas, promulgó la Declaración de los Derechos del Niño (sí, otra vez, en genérico masculino), que reclamaba que «la humanidad debe al niño lo mejor que puede darle». Mucho antes, en 1924, la Sociedad de Naciones había adoptado la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, también a la luz de la barbarie de otra guerra, la Primera Mundial, tras la propuesta de la maestra libre Eglantyne Jebb, quien creó además la fundación Save the Children.
Sin embargo, esta Declaración ponía más énfasis en las obligaciones de los adultos para con la niñez, que en los propios menores como titulares de derechos. Posteriormente, en 1989 se acordó la Convención sobre los Derechos del Niño, instrumento que sí era vinculante (obligatorio) jurídicamente para todos los países firmantes y ratificantes y no tan solo una mera declaración de intenciones. Afortunadamente, es el tratado internacional que reúne al mayor número de estados: todos los del mundo, menos Estados Unidos (el paradigma de los derechos humanos). Y, por primera vez, en comparación con tratados anteriores, reconoce a los y las menores como sujetos/as de derecho.
No obstante, pese a que los Derechos Humanos, Civiles y Políticos reconocidos internacionalmente fueron adoptados en el Estado español mediante la Constitución Española de 1978, los correspondientes a la infancia se han hecho esperar mucho más. No fue hasta 1996, cuando se aprobó la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, que reconocía los derechos establecidos en los Tratados Internacionales: al honor, intimidad, a la propia imagen, a la información, a la libertad ideológica, a la participación, asociación y reunión, a la libertad de expresión, y a ser oído. Por su parte, en 2015 fue el turno de la Ley Orgánica de modificación del sistema de protección a la infancia y adolescencia, cuyo objetivo era mejorar los instrumentos de protección pública a la niñez.
Sin embargo, pese a que muchas competencias en esta materia corresponden a la Comunidad Autónoma Vasca (y, dicho sea de paso, lo mucho que gusta reivindicarlas) hasta ahora no había habido ningún desarrollo en este ámbito. Es hoy, cuando por primera vez en Euskadi, la Ley de Derechos de la Infancia y la Adolescencia, incorporando las estipulaciones internacionales, va a reconocer no solo la prevalencia del interés superior de los y las menores como sujetos de protección, sino también como titulares de derecho. Es decir, los niños y las niñas dejan de ser una mera extensión, una parte accesoria, un complemento de las libertades y derechos de los adultos, para ser por sí mismos/as personas dignas y merecedoras de derechos. Garantizará el libre desarrollo de la personalidad y, la recuperación y restitución de derechos vulnerados. La norma incide, además, en el concepto de buen trato, ligado al derecho a la vida y a la integridad física y psíquica, que, con bastante desinterés social, se quebranta cada día.
Y es que, todavía, persisten demasiados ámbitos de lo cotidiano en los que los niños y niñas son entendidos como una mera extensión de los derechos de sus padres o madres. Aún, hay quienes los entienden como una propiedad de estos, y son muchas las materias en las que la libertad de esos tutores se sobrepone sobre el derecho a la igualdad de los menores.
Por eso, la recién aprobada Ley, pese a ser notablemente tardía, supone un avance importante y necesario. Aunque personalmente encuentro algunos artículos inaceptables, y me hubiera encantado que el Preámbulo de esta ley recogería algo estilo francés como «La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de los niños y niñas son las únicas causas de los males públicos y la corrupción de los gobiernos», he de reconocer que me esperanza disponer de una norma así en nuestro ordenamiento. Pues tal como reconoce la Convención de 1989, «No hay causa que merezca más alta prioridad que la protección y el desarrollo del niño, de quien dependen la supervivencia, la estabilidad y el progreso de todas las naciones y, de hecho, de la civilización humana».
GasteizBerri no se hace responsable de las opiniones de sus colaboradores.
INFORMACIÓN DE LA AUTORA
YAIZA ALZOLA
Abogada autónoma y directora de NOMAD LEGAL. Activista por los derechos humanos en diferentes organizaciones del ámbito social.
LAS NOTICIAS EN TU MÓVIL
¿Quieres recibir las noticias de GasteizBerri en tu teléfono móvil?